lunes, 11 de agosto de 2025

Los peligros de volar en África; piloto a la fuga.

Pablo se miró en el espejo, ajustándose la corbata del uniforme impoluto. El logo de la República de Malabo bordado en el bolsillo brillaba, un águila estilizada que él había visto miles de veces. Su rutina era la misma de cada mañana: un café rápido, un último vistazo a los informes meteorológicos y un saludo a la tripulación en la escalinata del Boeing 737-700, el avión presidencial que él pilotaba desde hacía ocho años. Para él, la cabina no era solo su oficina, era su santuario.

Esa mañana, sin embargo, el aire en el aeropuerto tenía un sabor extraño. Un nerviosismo silencioso flotaba entre el personal de seguridad. El presidente salía para una cumbre regional, pero la prisa no era la de siempre; era un nervio tenso, como el de un animal enjaulado. Pablo se encogió de hombros, atribuyendo la ansiedad a la habitual paranoia del gobierno. Su trabajo era volar el avión, no meterse en política.

El vuelo transcurrió con normalidad. El presidente se encerró en su suite privada, y Pablo y su copiloto, Moussa, se concentraron en las pantallas y los controles. El zumbido de los motores era la única banda sonora en la cabina, un sonido que para Pablo significaba orden y control. Pero cuando iniciaron el descenso hacia Malabo, esa melodía de tranquilidad se rompió en pedazos.

"Torre de control, aquí el vuelo 301. Estamos en aproximación a pista 28," dijo Pablo por la radio.

Silencio.

Intentó de nuevo, esta vez usando el canal de emergencia. De repente, una voz firme y desconocida, llena de un eco metálico, irrumpió en la frecuencia. "A todas las aeronaves en el espacio aéreo nacional. El gobierno ha sido disuelto. El aeropuerto de Malabo está bajo control militar. Repito, el aeropuerto está bajo control militar. Aquellos que se atrevan a aterrizar lo harán bajo su propio riesgo."

A Pablo se le heló la sangre. Miró a Moussa, que tenía los ojos desorbitados. Un golpe de estado. En ese instante, su santuario se convirtió en una trampa mortal. Volaban el avión de un gobierno que ya no existía, y su carga era el objetivo principal.

Sin dudarlo, dio la vuelta al avión. "¡Moussa, a máxima potencia! ¡Subimos a 15,000 pies! ¡Rumbo de emergencia a Dakar!" gritó. La cabina, antes su oasis de calma, ahora era un hervidero de adrenalina y miedo.

El presidente, alertado por su guardia, se comunicó por el intercomunicador. Su voz, normalmente distante, estaba cargada de pánico. "¡Pablo, ¿qué pasa?! ¡He oído disparos en el palacio!"

"Señor, estamos siendo redirigidos. No podemos aterrizar en Malabo," mintió Pablo, incapaz de decirle la verdad. No había tiempo para el pánico. Su única misión era poner a ese avión, y a él mismo, lo más lejos posible de la línea de fuego.

Aterrizaron en Dakar, la capital de Senegal, bajo la protección de las autoridades locales. Durante los siguientes días, el avión fue un búnker. Pablo se enteró de todo a través de las noticias en la televisión de la terminal: tanques en las calles de Malabo, el palacio presidencial asaltado y, finalmente, la noticia que lo destrozó: el presidente había sido capturado y ejecutado.

Una tarde, mientras inspeccionaba el avión en la pista, un agente de seguridad local se acercó con una mirada grave. "Capitán, un grupo de soldados de Malabo ha aterrizado en un avión militar. Quieren la aeronave y al piloto principal. Parece que los líderes del golpe quieren silenciar a cualquiera que estuviera cerca del antiguo régimen."

Piloto huyendo


El corazón de Pablo dio un vuelco. Entendió que su vida ya no estaba atada a las rutinas de la cabina, sino a la brutalidad de la política. No era un piloto, era un testigo. Y un testigo vivo era un peligro.

Esa noche, con la ayuda de un amigo de la aerolínea senegalesa, Pablo salió del aeropuerto escondido en la parte trasera de un camión de mangos. Llevaba solo una pequeña mochila con su pasaporte, algo de dinero y una foto descolorida de su familia. Miró a la distancia, viendo las luces parpadeantes del avión que había sido su vida. Era un pájaro de metal, un símbolo de un poder que había colapsado, y él era el único que quedaba de la tripulación.

En los siguientes días, viajó de incógnito por varios países, siempre mirando por encima del hombro, siempre esperando que alguien lo reconociera. Había pasado de ser un piloto prestigioso a un fugitivo sin rumbo. Su vida de despegues y aterrizajes perfectos había terminado. Ahora, cada día era un vuelo en sí mismo, pero esta vez, sin un destino claro y sin un plan de vuelo. Solo sabía que tenía que seguir moviéndose, porque si se detenía, el pasado lo alcanzaría.

*Esta historia es ficticia aunque basada en hechos reales. Golpes de estado, revueltas y procesos electorales convulsos son bastante frecuentes en el continente africano lo que nos obliga a estar preparados para salir del país en cualquier momento.

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